La ciudad impide frenar y es mejor no engañarse: fisiológicamente, el cuerpo humano se siente más en sintonía rodeado de árboles que aferrado a un teléfono móvil. Somos animales. El bosque nos espera.
LOS QUE VIVEN en las ciudades lo saben: su ritmo es un desafío constante. En el frenesí urbano perdemos las riendas de los días. Para el conservacionista Joseph Wood Krutch (1893-1970), la imagen que mejor ilustraba la sociedad moderna…
era la de un coche a toda velocidad: no puedes pensar en nada, te limitas a mantener el “monstruo” bajo control. Por si fuera poco, dentro de 20 años, dos terceras partes de la población mundial vivirán en ciudades. El problema que se nos plantea ya no es cómo mantener el ritmo cotidiano de la urbe, sino de qué manera combatir la fatiga mental en un entorno que nos sobreestimula y nos impide poner el contador a cero. Muchas veces, cuando cerramos los ojos en busca de una evasión momentánea, viajamos mentalmente a un bosque, a un lago, a un valle. Y no es casual que nos transportemos allí para recuperar el sosiego.
Un instituto público de Finlandia indica la dosis necesaria de exposición en la naturaleza para acabar con la depresión.
EL PAÍS SEMANAL
Fuera del asfalto, el ritmo cardiaco se ralentiza, la presión sanguínea disminuye, la percepción se ensancha. Aunque nuestra conciencia está cada vez más moldeada por la tecnología y la conectividad permanente, fisiológicamente nos adaptamos mejor al medio natural.
Por ejemplo, el físico estadounidense Richard Taylor ha constatado que el patrón de movimiento de la retina cuando analiza una escena es de tipo fractal. Los fractales —objetos geométricos aparentemente irregulares que se forman a partir de la repetición de una estructura simple a diferentes escalas— están presentes en muchos elementos de la naturaleza, como en los copos de nieve o en los helechos. Por eso, al observar las ramas de un árbol o las olas del mar se produce un efecto calmante. La predisposición de nuestro cerebro a sentirse en sintonía en ese entorno obedece a la huella evolutiva.
Hace dos décadas que se acumulan los estudios científicos sobre los efectos que la interacción con la naturaleza tiene en nuestra salud mental y psíquica. Coincide con la alerta creciente ante los indicadores que evidencian el reverso nocivo de nuestra forma de vida: sobrepeso, trastorno de déficit de atención, depresión o estrés. En Japón, durante la burbuja financiera de los ochenta, para tratar el síndrome de desgaste profesional, se inició la práctica del Shinrin yoku o baño forestal. Se trata de realizar actividades (largos paseos, ejercicios de respiración, contemplación, etc.) en bosques –preferiblemente con una alta densidad de árboles grandes y longevos– y con una duración de entre dos horas a tres días. La Agencia Forestal de este país ha diseñado circuitos terapéuticos en 62 parques a los que acuden hasta cinco millones de japoneses al año.
Los experimentos indican que después de un baño forestal, descienden los niveles de cortisol (hormona que se libera en situaciones de estrés) y el ritmo cardíaco, mientras que se incrementan las células NK (importantes componentes del sistema inmune) y la actividad del sistema nervioso parasimpático (síntoma de un estado de mayor relajación). Con la inhalación de sustancias volátiles antimicrobianas llamadas fitoncidas, que son aceites naturales que segregan las plantas de los árboles, se fortalecen nuestras defensas. Además, los efectos de un baño forestal perduran en el tiempo, incluso se pueden notar un mes después. ¿Existe una terapia con menos efectos secundarios, más económica y con resultados positivos tan inmediatos?
Los finlandeses también han invertido dinero público en averiguar cuáles son los efectos de la naturaleza sobre el estado de ánimo. El Instituto Nacional de Recursos de Finlandia ha determinado incluso una dosis mínima necesaria de exposición natural para sortear la depresión y el decaimiento: cinco horas al mes en un bosque o en un parque de más de cinco hectáreas. La ciencia parece dar la razón a Henry David Thoreau (1817-1862), uno de los más famosos defensores del poder inspirador de la naturaleza salvaje en el hombre. En 1845, el escritor y filósofo estadounidense decidió vivir algo más de dos años en una pequeña cabaña construida con sus propias manos a orillas del lago Walden (Massachusetts). “En la profundidad del bosque, completamente solos, mientras el viento sacude la nieve de los árboles y dejamos atrás los últimos rastros humanos, nuestras reflexiones adquieren una riqueza y variedad muy superiores a las que ostentan cuando estamos inmersos en la vida de las ciudades”, escribió. Y Thoreau no fue el único: el filósofo y matemático Ludwig Wittgenstein vivió junto al fiordo de Sogn, el compositor Edvard Grieg en el lago Nordås (ambos en Noruega) o el poeta Dylan Thomas en el estuario del río Taff (Reino Unido).
Y usted, ¿se has preguntado cuándo fue la última vez que hundió las manos en la tierra, en el agua fría de un riachuelo o se perdió por un sendero verde?